Victoria y Anexas
Por Ambrocio López Gutiérrez
La mediocridad y la envidia
Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta: siempre viviendo a costa de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios consolidados a través de los siglos. Viven de los demás y para los demás: son como parásitos que viven del triunfo, de las glorias de otros, estos mediocres se transforman en la sombra de quien lo ganó todo a base de esfuerzo. Viven de los demás y para los demás: carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra la corriente, nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad, su fisonomía es la propia y no puede ser nadie más; son inconfundibles. Por ellos la humanidad vive y progresa, las creencias son el soporte del carácter.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan verdades: creemos con anterioridad a todo racionamiento y cada nueva noción es adquirida a través de creencias ya preformadas. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por la sociedad al individuo: la amplitud de saber permite a los hombres formarse ideas propias. Sin unidad no se concibe un carácter, la unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado, creencias firmes, conducta firme, ese es el criterio para apreciar el carácter de las obras. Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su ideal. Su “firmeza” los sostiene; su “luz” los guía, las sombras en cambio, degeneran. En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes.
El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; esos degenerados son indomesticables. En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos a los otros, los mediocres no saben evitarla; los hombres sin ideales son incapaces de resistir las acechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino. El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que servía y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los hombres lo mismo que en los pueblos, los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su ideal, su firmeza los sostiene, su luz los guía, las sombras en cambio las degeneran. El tiempo y el ejercicio los adaptan a la vida servil.
En un reporte parcial sobre El Hombre Mediocre (José Ingenieros), José Rafael Moreno y Edson Ávila, estudiantes de la Licenciatura en Historia de la UAT, afirman que el hábito de resignarse para florecer crea resortes cada vez más sólidos, irreflexiones que destiñen para siempre todo rasgo individual. El orgullo es una arrogancia originaria por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra; doctrinas y diccionarios han colaborado a la mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo vulgar. La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un ideal, este le cristaliza en dignidad; aquellos le degeneran en vanidad, el éxito envanece al tonto, nunca al excelente.
Todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro. Prefieren estar solos mientras no puedan juntarse con sus iguales, cada flor englobada en un ramo pierde su perfume propio, obligado a vivir sin sus iguales, el digno se mantiene ajeno a todo lo que estima inferior. La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable siempre enorme. Amando los propios méritos más que a la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de la gloria, el culto por los ideales de perfección incesantes, en la admiración por los genios, los santos y los héroes.
El hombre mediocre es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De ahí que se vuelva sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a las domesticidades y así se vuelva parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los intereses que lo hacen borrego del rebaño. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se vuelve vil y escéptico, cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes, ni santos.
La pasión de los mediocres: la envidia abofeteada por la gloria ajena y las heridas abiertas por el desengaño, pasan tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares, el que envidia se rebaja sin saberlo, no basta ser inferior para envidiar y, reconocer la propia envidia, implicaría declararse inferior al envidiado. Es pasión traidora y propicia a las hipocresías, Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio; ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno. Si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo en cambio, toda prosperidad excita a la envidia, como cualquier resplandor irrita a los ojos enfermos, la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie.
Se odia más a los más perversos y se envidia más a los meritorios, Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante, el envidioso es ingrato, como la nube opaca la nieve fría, el odio puede hervir en los grandes corazones; la envidia es de corazones pequeños. La envidia posee caracteres propios que permiten diferenciarlos, se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza. (Se cela lo que ya se posee y se teme perder). La emulación es siempre noble; el odio mismo puede serlo algunas veces. La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento.
El envidioso pasivo es solemne y sentencioso; si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato. El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su escasez de ideas. Cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Lo que es para otro causa de felicidad, puede ser objeto de envidia, la ineptitud para satisfacer un deseo o hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambos dos aspectos de un mismo fenómeno. El mediocre ignora esta admiración; se resigna a aceptar el triunfo que desborda las restricciones de su envidia. Pero aceptar no es amar.
El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuantas espinas está sembrado. Todo escritor mediocre es candidato a criticastro; la incapacidad de crear le empuja a destruir. Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra, desean achicarla por la simple razón de que ellos no la han escrito ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara. El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas fuera del hilo que la rutina le enhebra; las mujeres feas demostrarán que la belleza es repulsiva y las viejas sostendrán que la juventud es insensata, pascal decía que los espíritus vulgares no encuentran diferencia entre los hombres. Los que no saben admirar no tienen porvenir, están inhabilitados para ascender hacia una perfección ideal.
El castigo de los envidiosos estaría en cubrirlos de favores, para hacerles sentir que su envidia es recibida como un homenaje y no como estiletazo. El envidioso es la única víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer a la víscera, le ahoga como la hiedra a la encina por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar. Dante consideró a los envidiosos indignos del infierno lo que se aviene a su condición mediocre. El sol niega su luz, tienen los ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron ver el bien del prójimo, llevan todos los castigos en su culpa al saber que la envidiaban, contestó: peor para ellos, tendrán que sufrir el doble tormento de sus males y de mis bienes. La envidia existe sólo en las personas que no saben aceptar la felicidad de los demás, la envidia es mil veces más terrible que el hambre porque es hambre espiritual.
Correo: amlogtz@gmail.com
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