MIRADA DE MUJER
Por Luz del Carmen Parra
Por el placer de servir
Cuando eres niño todo lo que ves a tu alrededor, lo asimilas sin cuestionar, lo asumes como parte de ti y pasa a formar parte de tu personalidad adulta. Día a día la convivencia con nuestros padres, primera relación afectiva que establecemos, nos va marcando con sus haceres y más tarde por imitación, nos vemos repitiendo sus gestos, sus frases, y en no pocas ocasiones, actuando frente a los acontecimientos justo como ellos lo hacían.
Llevamos en la inconciencia esos aprendizajes, de ahí que en ocasiones no identifiquemos el origen de nuestra conducta y sin embargo nos salen espontáneos, sin apenas reflexionarlos.
Después de tantos años de haber dejado atrás mi infancia, vuelven a mi memoria las enseñanzas vividas, aquellos detalles que definían el carácter de un hombre generoso, desprendido de si y siempre dispuesto a tender la mano a quien más lo necesitaba, de forma espontánea y decidida.
Su vocación de servicio, su carácter afable y comedido, hacía que niños, jóvenes o ancianos se acercaran a él con la confianza de ser escuchados, de que atrás de aquella sonrisa siempre había la disposición de ayudar, de acompañar en las congojas o de compartir las horas de una forma agradable y divertida.
Leyendo el poema de Gabriela Mistral, “El placer de servir” en uno de sus versos no pude sino verlo reflejado. “Se el que aparte la estorbosa piedra del camino, se el que aparte el odio entre los corazones y las dificultades del problema”, escribió la inolvidable poeta chilena. Ese era mi padre. De esos seres humanos que hoy en día se extrañan mucho.
Mi padre era un hombre muy servicial, reconocido por propios y extraños, por su ánimo de apoyar siempre, incondicionalmente y solidario para acudir en auxilio de quien lo necesitara, sin esperar mayor recompensa que la satisfacción de ver cómo su consejo o su guía, daban luz en la solución de problemas.
Siempre buscaba la conciliación. Era evidente que su capacidad de negociación y escucha razonada y justa, ganaba el respeto y la admiración de sus amigos. Eso si, jugaba con los necios dándoles la razón, y dejando que ellos mismos se enredaran con las consecuencias de sus propias decisiones; nunca los confrontaba para imponer sus ideas. “Si tienes la razón, no tienes por qué levantar la voz, decía. Las cosas por su propio peso caen”.
“El servir no es de seres inferiores”, continúa el verso de Gabriela Mistral, infiriendo todo lo contrario, ese ánimo de estar dispuesto a favorecer a los demás, esa voluntad de darse a si mismo con la perspectiva de una dádiva que no humilla ni descalifica. Ese dar sin esperar nada a cambio, ni chantaje ni manipulación, sino respeto y confianza. Sin recriminar, sin reprochar ni censurar, sino buscando el bien del otro, sin menospreciar sus esfuerzos.
No sé en qué momento esos valores que iluminaban las relaciones cotidianas se fueron apagando. Poco a poco se rompió la magia del sentimiento de pertenencia a una comunidad, de la solidaridad que identificaba a los habitantes de un pequeño pueblo que reconocía los orígenes de cada uno y que encontraba motivos para reencontrarse tarde a tarde.
Se ha perdido el placer de servir, y no ha derivado más que en un slogan publicitario que raya en la exageración, casi en la persecución del cliente; en tanto, en el sector público, estamos saturados de hombres y mujeres que confundidos acaban transformando su misión en sumisión, y hacen del servir una servidumbre carente de sentido social y humano.
Seres serviles que acaban por rendirse ante el poder y el dinero y hacen de la adulación su instrumento de éxito. Renuncian a sus propios ideales por ponerse al servicio de los intereses supremos, tratando de ganar algún beneficio a costa del bien común, comprometiendo obediencia ciega ante sus superiores.
Carlos R. Gutiérrez Aguilar, asegura que “Servir, implica respeto, saber y querer dar importancia a la dignidad de la otra persona, contar con un interés genuino para comprender totalmente sus necesidades”.
El servicio a los demás, implica desprendimiento, ganas de compartir lo que se es y lo que se tiene. No hay una exigencia por recibir un pago ni una compensación. Es entrega, decisión de trascender y de poner al servicio de los demás lo que uno posee. Nos genera orgullo y nos hace sentir dignos.
En cambio, quien cae en el servilismo, poco a poco conoce el verdadero sentido de la esclavitud.
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