Por Eugenio González Holguín
PORT ISABEL, TX | El aire salado, el viento tibio y el olor a humedad marina llegan sin problemas hasta el estacionamiento del Walmart local a pesar de que está ubicado varias millas tierra adentro.
Estos aromas y el chillido de las gaviotas acomodadas sobre los postes de luz son una buena pista que identifica un lugar de Estados Unidos en donde los turistas visten shorts y sandalias en la primera semana de febrero.
En Port Isabel, un borde natural del continente, se encuentra el puente Queen Isabella que atraviesa la Laguna Madre y lo une al otro extremo con la Isla del Padre. El puente se alza al principio como la cresta de una criatura monumental que se asoma en el agua. Desde su cúspide se observa su cola extenderse con automóviles recorriéndola y se aprecia cómo la punta se funde con la costa de la Isla.
La Isla del Padre solo cuenta con un restaurante por cada cadena de comida rápida (un Pizza Hut, un Whataburger, un KFC), pero esto le da literalmente más espacio a negocios locales. Hay un solo supermercado apropiadamente llamado Blue Marlin.
Lo que sí abundan son lujosos hoteles y casas multicolores de playa abiertas al mercado y para rentar. Hay tiendas de toallas y trajes de baño que parecen desbordarse hacia el mar.
La misma Isla del Padre tiene la forma de un chorizo colosal y macizo que es oxidado y carcomido por el océano.
El invierno es la temporada en la que la Isla muestra los síntomas de tener un tipo muy particular de turistas. Las matrículas de los vehículos provienen del gélido norte de Estados Unidos: Wisconsin, Minnesota, Michigan, las Dakotas. Incluso una que otra placa de Alaska se asoma entre los automóviles.
Las playas están repletas de amorosas parejas octagenarias y nonagenarias que solo mueren de ganas por platicar con cualquier oyente, por más desconocido que éste sea.
“Tengo noventa y cinco años, cuatro hijos y once nietos”, cuenta Andrew mientras pasea por la playa sin necesidad alguna de un bastón.
“Pero vinimos nada más mi esposa y yo”, dice sonriendo al mismo tiempo que la señora Daisy, quien a pesar de tambalearse un poco en la arena, puede mantenerle el paso.
Es la temporada migratoria de los ciudadanos estadounidenses que huyen del frío de menos 12 grados Fahrenheit hacia las tierras texanas nubladas pero tibias. Ellos se han ganado así el apodo —más cariñoso que despectivo— de Winter Texans o “Texanos Invernales”.
La estructura vial de este centro vacacional es ideal para las caminatas, ya que se cuenta con una avenida principal (el Padre Blvd.) que recorre toda su extensión de norte a sur. Esta vía cuenta incluso con carriles exclusivos para las bicicletas. Y el terreno plano también permite que uno pueda caminar por varios minutos sin agotarse.
El sosiego es tan masivo que el sonido de la sirena del camión de bomberos resuena en todas las cocheras de la Isla al ser requeridos junto con la policía al primer llamado de emergencia.
A pesar de los relativamente pocos sitios turísticos, los visitantes prefieren utilizar este lugar como un tiempo de ocio sin importar la temporada, pero en febrero las televisiones se sincronizan para mostrar el Súper Tazón.
Cuando pasean, el cielo está tan nublado que no es necesario usar bloqueador. En la playa abundan tanto las parejas como los perros mascotas.
Los turistas, a pesar de tener edades que van desde los “juveniles” sesenta años, se muestran activos, enérgicos, tan abiertos y amables que terminan ellos emitiendo calor y al mismo tiempo frescura en la Isla del Padre.
Los «Winter Texans» son los virtuales «dueños» de este refugio invernal en esta temporada… hasta que otra oleada de turistas —los Spring Breakers— abandonan los libros, sus pupitres y las aulas escolares para «invadir» también la Isla.
Comment here