MIRADA DE MUJER
Por Luz del Carmen Parra
Control de daños
Una de las mejores etapas de mi vida fue durante la prepa. Ahí encontré mis mejores amigos y tuve la oportunidad de conocer mi liderazgo al asumir la responsabilidad de organizar, con todo lo que ello implicaba, la fiesta de graduación. Una experiencia que marcó mi vida.
Pude conformar un equipo de trabajo increíble. Tenía el respaldo de todos los estudiantes que integrábamos esa generación. Fuimos haciendo equipos de trabajo de alumnos de los tres grupos de graduados, siguiendo un plan elaborado independiente de la asesoría de los maestros e incluso de la dirección misma de la escuela, que se limitó a cumplir con lo estrictamente legal. Nosotros contratamos el lugar donde sería el evento, decidimos que grupos musicales amenizarían la noche, cuántas horas y que orden. Qué tipo de bebidas se venderían, cuántas mesas entregaríamos a cada alumno y si habría derecho de admisión para más invitados. Cuidamos todos los detalles y por supuesto, si había ganancias, serían exclusivamente para nosotros.
Como en el grupo ya había referencias de mis habilidades en la oratoria, se decidió que fuera yo la que dirigiera el mensaje de despedida de la generación. Recuerdo que me esforcé por hacer un discurso muy emotivo, donde exponía mi deseo de que se nos permitiera volar a quienes teníamos aspiraciones de continuar nuestros estudios, que no nos cortaran las alas, obviamente dirigiéndome hacia nuestros padres. Después de que finalmente quedé satisfecha con lo que había escrito, dediqué varias horas, a memorizarlo. Decididamente tenía que grabarlo.
Me sentía realmente soñada. Andaba pisando entre nubes. No me cansaba para nada. Entraba y salía. Iba y venía, tomando decisiones y coordinando todos los esfuerzos de tantos jóvenes, que intentábamos demostrar a los adultos, que podíamos hacer bien las cosas, aun cuando las hiciéramos a nuestra manera.
Cuando llegó el día, le pedí a una de mis hermanas que me apoyara con la grabación. Fue una experiencia sensacional. Impactante el silencio, en tanto los asistentes escuchaban una a una las frases de mi discurso. El aplauso no se hizo esperar, junto con las felicitaciones de mis compañeros, maestros y padres de familia.
Todo era como algo mágico. No tengo palabras realmente para describirles como me sentía. Apenas tuve la oportunidad, corrí a buscar a la responsable de la grabación para que me dijera cómo había salido todo. Llegué hasta ella con la interrogante en mis ojos y antes de formular la pregunta, con voz firme, sin mediar una disculpa, ni mucho menos un lo lamento”, me dijo: No hay grabación. La grabadora falló. No se grabó”. Recuerdo que de inmediato se me salieron las lágrimas y empecé a hacerle reproches. La grabadora falló, eso es todo. No hay nada que hacer. Métetelo en la cabeza. No se puede volver el tiempo. No hay grabación. Acéptalo». No más palabras.
No sé cuánto tiempo tardé en asimilar lo sucedido, pero al paso de los años he agradecido ese aprendizaje. A veces los momentos dolorosos nos enseñan más que los éxitos que vamos recogiendo en el camino. Entre otras cosas, aprendí que hay que aceptar que a veces, aunque uno planeé todos los detalles, existe la posibilidad de que algo salga de control. Que aun cuando preparamos todo con sumo cuidado, el riesgo de que se presenten complicaciones, siempre está presente.
No podemos renegar de la parte humana que está con nosotros. Aquí la buena voluntad no basta. Esa es la realidad a la que nos enfrentamos todos los días. Es necesario desarrollar la habilidad para buscar un control de daños. Encontrar las fuerzas necesarias para superar la frustración, y aceptar lo sucedido tratando de encontrarle sentido, para asumirlo como un aprendizaje, sin bloquearnos, ni renunciar.
Hace apenas unos días abrí una página en blanco y empecé a narrar los relatos para darle forma a una de mis columnas. Cuando estaba haciendo las últimas correcciones, intenté copiar el texto para pasarlo directo a mi whats, me distraje un momento y cuando lo quise hacer el proceso no se completó y se borró el archivo. Volví a ver ante mis ojos la página en blanco. No me pregunten qué sucedió, pero lo cierto es que no pude recuperarlo. Habría que rehacerlo.
Lloré. Golpee la mesa. Entré y salí no sé cuántas veces de mi oficina. Recordé: No hay nada qué hacer. Métetelo en la cabeza. No se puede volver el tiempo. Acéptalo”, respiré hondo reiteradamente y empecé de nuevo. Hoy sigo escribiendo, sabiendo que la fuente de la inspiración sigue viva.
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