MIRADA DE MUJER
Por Luz del Carmen Parra
Todos tenemos algo que dar
Dar, a quienes nos han dado, lo hacemos aparentemente sin mayor esfuerzo. Se entiende como una correspondencia directa entre dos personas: me das, te doy. Quedamos prendidos del sentimiento y la emoción que reviste la relación cercana entre ambos. Un pago de favores intercambiables entre iguales. Damos y esperamos igual respuesta y, nos resulta agotado, si la que recibimos no es la que esperábamos. Queremos asegurarnos de que quien recibe nuestros afectos, sabrá corresponderlos, y entre más pronto mejor.
Pero hay una forma de dar que nos dignifica a todos, que nos honra, porque aun cuando hoy en día estamos muy ocupados y no nos detenemos a observar qué hay en nosotros, o en nuestro entorno para ponerlo al servicio de los demás, sin más interés que ayudar a resolver un poco las carencias físicas, emocionales o económicas de quienes nos rodean, tenemos mucho que ofrecer.
Enfocados como estamos en conseguir a toda costa nuestros objetivos, a sentirnos triunfadores y a gozar de todo cuanto nos rodea, olvidamos que al nacer estamos provistos de muchos dones, cualidades y habilidades, que nos permiten establecer vínculos con todos aquéllos que de alguna u otra forma han coincidido en nuestro camino.
Es más común esconder lo que sabemos, lo que tenemos, que compartirlo. En este mundo donde se ha exacerbado la competencia, no podemos ser abiertos ni solidarios; se nos invita a desarrollar el egoísmo como forma de subsistencia y, sin embargo, el trabajo en equipo ha demostrado que construye y nos hace avanzar mucho más, que el esfuerzo individual, por más inteligencia y capacidad que tengamos.
Por experiencia sabemos que, dar sin esperar nada a cambio, multiplica nuestra fortaleza y nos hace crecer, nos invita a dejar de ver sólo nuestras propias necesidades, para intentar visualizar en los demás, la riqueza que tenemos más allá de los bienes materiales; sin dejar de lado que, tener conciencia de las limitaciones de los demás, nos hace entender la dimensión de las propias.
Empezar a dar lo que tenemos, compartir lo que somos, nos lleva a trascender. La vida se encarga de regresarnos multiplicado, no lo que dimos, sino lo que necesitamos. Quizás no de quien auxiliamos, sino de alguien más que se enlazará en esta cadena de favores, que nos demostrará que el que da, siempre recibe.
El dar sin condicionamientos, sino por el simple placer de compartir, no lo que nos sobra o lo que ya no queremos, sino lo mejor de nosotros mismos, con el ánimo de enseñar lo aprendido, de compartir lo que en el día a día vivimos, el tiempo y el oído, la mano y el silencio, el consejo y la paciencia, nos da la certeza de que también en el camino encontraremos en el momento menos esperado, a quien esté dispuesto a hacer por nosotros, lo que hemos hecho por otro y estaremos preparados para recibirlo con alegría, con humildad; llegará revestido de eso que no esperamos, ni imaginamos, pero que, sin duda, es algo que ya viene de regreso, fruto de darnos a quien nos necesita.
Dar, sin tener la mano extendida en espera del favor recibido, sin exigencias, ni reclamos, con desprendimiento, enaltece nuestro espíritu y nos llena de satisfacción. Compartir lo que somos, lo que tenemos de valioso, nos permite sopesar las cosas en términos distintos a su precio; ponemos en primer plano los sentimientos que nos distinguen y nos caracterizan y nos llevan a desarrollar el altruismo y la empatía por los demás. Damos valor a nuestras acciones.
En servicio y correspondencia a la vida por tanto y tanto que nos ha dado, basta volver los ojos a quienes tienen menos de lo que nosotros gozamos, para entender cuán bendecidos somos y desarrollar nuestra capacidad de dar, sin olvidar que no es lo que damos, sino la voluntad y la intención con la que lo damos, lo que trasciende, cuidando mantenernos alejados de toda manipulación o chantaje de quien lo recibe.
La Madre Teresa de Calcula decía que había que “dar hasta que duela”, porque no podremos encontrar mayor alegría y satisfacción que en la acción de dar sin esperar que se nos pida, ni reclamar recompensa por hacerlo, sobre todo, cuando nace de nosotros espontáneamente, no como una obligación, ni mucho menos en respuesta a una exigencia dada.
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