MIRADA DE MUJER
Por Luz del Carmen Parra
Niños felices, adultos exitosos
Estoy convencida, más por vivencia propia que por conocimiento de teorías psicológicas que, como escribió Santiago Ramírez, la infancia es destino; sin temor a equivocarme, fueron las experiencias de mi niñez las que sembraron mis fortalezas. La cercanía con mis padres, la camaradería de mis hermanos, rodeada de un ambiente tranquilo, seguro; la aceptación y el compañerismo de mis amigos y vecinos y el estímulo y reconocimiento de mis maestros, hicieron de mí una persona adulta con identidad propia, con sueños y capacidad para realizarlos.
Con mi padre, siempre fue una relación muy cercana, de mucho afecto y aprendizaje. Era un hombre sumamente expresivo, cariñoso y juguetón. Mantenía su espíritu de niño y disfrutaba mucho de sus hijos. De trato amable y sencillo. Enmarcados en un rostro sereno, sus hermosos ojos azules transmitían mucha paz y me envolvían en una sensación de protección y seguridad.
Era a él, al que buscaba cuando me sentía enferma, cuando llovía y los relámpagos me asustaban, cuando tenía que saltar para atravesar los peligros en medio del campo, el que me tendía su mano cuando me sentía cansada y que finalmente terminaba por cargarme sobre su cuello; el que me sujetaba segura sobre el lomo del caballo, cuando corría a recibirlo después de su jornada entre la siembra y el ganado.
De fácil trato y amena conversación, poseía la paciencia del Santo Job. Tomaba café en mis tacitas de barro, se envolvía en sábanas para personificar al fantasma y se ponía enfermo para que la doctora pudiera examinarlo. Probaba los resultados desastrosos de mis primeros experimentos culinarios y siempre tenía una palabra de aliento para motivarme a volver a intentarlo.
De mi madre, aprendí sin duda su espíritu emprendedor y su instinto de superación. De niña siempre la recuerdo sumamente atareada. Comprometida con su familia. Dedicada cien por ciento a la formación
con valores de sus hijos. Apenas le alcanzaba el día para atender la multiplicidad de tareas que le imponía cuidar una familia numerosa con tantas necesidades diversas, pues lo mismo tenía en brazos, o amamantando, un bebé recién nacido que varios infantes y dos o tres adolescentes; mantenía limpia y organizada su casa, y todavía se daba el tiempo para confeccionarnos la ropa o para bordar una servilleta.
La vi planear y apoyar el surgimiento de un taller de carpintería que dio trabajo a más de 20 empleados; llevar a cabo la construcción y administración de un almacén de víveres que se convirtió en el más grande y surtido del barrio y finalmente, poco antes de emigrar a la ciudad de México a estudiar mi carrera, promover la compra de una papelería. Le gustaba hacer negocios.
Esa fue mi escuela de vida, la que me enseñó a amar y respetar a los niños. A verlos y a tratarlos como los adultos que quiero ver. A entender que es a esta edad que se forma el alma del ser humano; la importancia de protegerlos y de asegurarles una estancia tranquila que les permita desarrollar todas sus capacidades de adaptación y sensibilidad para entender su entorno.
La necesidad de llenarlos de buenos sentimientos. De vivir el amor como forma de vida. El sentido de pertenencia a una familia que les da sostén, que les permite saber quiénes son y a dónde quieren ir. Identificar sus cualidades y desarrollar sus fortalezas. Soñar y crear un futuro prometedor que les provea lo necesario para ser personas adultas felices y exitosas.
Aprender a conocer y expresar sus emociones. A reconocerse como parte de un todo. A ser empáticos y serviciales, solidarios con las necesidades de quienes les rodean. Amables y compartidos. Es aquí que se aprenden los valores elementales de una sana convivencia. Cuando no hay malicia y el corazón está dispuesto para darse.
Graham Greene, decía: “Siempre hay un momento en la infancia, cuando la puerta se abre y deja entrar el futuro”. Dios es tan sabio, que nos permite a los padres disfrutar de nuestros hijos solo por un tiempo, para compensar nuestro trabajo, por eso nos los da tan pequeñitos. Este es nuestro tiempo. No habrá otro. Porque en un suspiro se transforman y esas pequeñas orugas empiezan a mover sus
alas desde su capullo y poco a poco logran romperlo y emprender su vuelo. Habrá que dejarlos ir.
Si mis hijos pueden construir su vida, luchar por sus sueños, mantenerse activos y con deseos de superación, conservar ese espíritu de niños para formar y disfrutar sus hijos, dejaré este mundo convencida, como mis padres, que valió la pena todo lo vivido.
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