Pocas veces podemos experimentar una película mexicana que nos invite a la reflexión y a la discusión, pero la nueva cinta de Alfonso Cuarón llega en un momento de profundos cambios sociales y políticos.
Por José Juan Zapata
Hay algo más en Roma (Alfonso Cuarón, 2018); algo que va mucho más allá de la obra en que el director mexicano va en busca de los rincones más lejanos de su memoria para contarnos su infancia en la ciudad de México de los años setenta, visto a través de los ojos de una trabajadora doméstica.
Y es que pocas veces una película mexicana abre tantas oportunidades al diálogo. Una película que parece ser ideal en un momento en que México atraviesa un momento de profundos cambios políticos y sociales. Es una obra que nos llama a la discusión, tanto por lo que sucede dentro y fuera de la pantalla.
Más allá de sus méritos técnicos y narrativos, lo que ha rodeado su estreno plantea las inevitables tensiones entre los nuevos modos de producción y distribución cinematográfica, y los titanes de las salas “tradicionales”. En lo personal soy de la idea de que la guerra de Cuarón contra Cinépolis y Cinemex tiene tintes de capricho personal. Insostenible. Sobre todo cuando el director decidió de inicio producir y distribuir su obra con Netflix. Sin embargo, es de reconocer que su cruzada por exhibir Roma por fuera de los colosos del negocio en México sirve para revalorizar un circuito de salas alternativas, muchas de ellas de pequeñas ciudades de la república, que viven una lucha al día por mantenerse en pie ante la presencia casi monopólica de las grandes empresas. Por no hablar de su invitación a particulares a organizar exhibiciones privadas de la película. Una iniciativa que regresa al cine su espíritu de celebración colectiva y comunal, un aura que parece perdida en la era del streaming y la hiper comercialización de las salas tradicionales.
La elección de de su actriz protagónica ha sido otro de sus grandes aciertos. Y más allá de su cálida y sobria actuación, Yalitza Aparicio ha obligado a un país profundamente racista a volver a verse en el espejo. Una sesión fotográfica en la revista Vanity Fair, vestida de Gucci y Louis Vuitton, que provocó burlas en redes sociales es sólo una muestra que los dos Méxicos que conviven en esa casa de la colonia Roma siguen ahí, con las mismas barreras, con los mismos espacios separados e incomunicados entre sí. Como bien escribió Enrique Krauze en el New York Times: “Es el relato realista de una clase social privilegiada que tiene una enorme deuda de desigualdad social, racial y de género con el México campesino e indígena”.
En otros ámbitos Roma es un canto de amor y de nostalgia a ese México de inicios de los años setenta, un país que dejaba atrás su Milagro y entraba a una época de profundas crisis y resquebrajamientos sociales. Entre los afiladores o vendedores de camote callejeros, los circos de barrio, los campeonatos de Cruz Azul, el mentalismo de Zovek y los tranvías que aún cruzaban las calles de la capital se nos muestra un país entrando a una época quizá más hostil y menos romántica. La referencia a la Matanza del Jueves de Corpus es un elemento tan indispensable para la trama como símbolo de reivindicaciones que hasta este 2018 parecen empezar a cumplirse. Entre ellas, el acceso a la seguridad social de las trabajadores domésticas. Y si bien Roma podría pecar de una romantización del trabajo doméstico, es una oportunidad de discutir sobre el valor económico, social y emocional de la labor del hogar, tanto la remunerada como la que no lo es.
Así, lo que celebro de Roma es su capacidad, tanto dentro como fuera de la pantalla, de abrir canales de diálogo, discusión y tensión. Pocas veces el cine mexicano nos ofrece una oportunidad de discutir tantas cosas necesarias en un México que en 2018 nos invita a vivir una democracia más plena, y por lo mismo más compleja. Cine para pensar, para reflexionar y para disentir.
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