Un huracán anónimo se convierte el 27 y 28 de agosto de 1909 en el victimario de un promedio de más de cuatro mil personas que perecen arrastradas por las inundaciones del río Santa Catarina, que desbordado a ambos lados en su paso por Monterrey daría forma también a estrujantes dramas de heroísmo y sacrificio
Primera de Dos partes
Por Luis Alvarado
Este martes 27 de agosto se cumplen 110 años de la peor catástrofe que ha sufrido Monterrey y el norte de México en su historia cuando el viernes de esa fecha de 1909 la ciudad es devastada por un huracán sin nombre que le arranca a entre tres mil 500 y cuatro mil 500 de sus habitantes.
Cauce de transporte de los millones de metros cúbicos de agua descargados por los ciclones, el río Santa Catarina forma parte de la historia trágica regiomontana al derramar sus abundantes corrientes en varias ocasiones, cobrando en rezagadas y seguras inundaciones su derecho de piso.
Hace 110 años el curso del río se desbordó. También el destino del gobernador Bernardo Reyes, quien oculto en Galeana desde dos meses atrás por razones políticas, queda aislado y se entera cinco días después de lo que ocurría en Monterrey.
También conoce que el presidente Porfirio Díaz lo buscaba sin éxito para que se pusiera al frente de su pueblo ante el desastre. Fueron decisiones que le provocarían a Reyes un alto costo en todos los órdenes.
Son el 27 y 28 de agosto de 1909 los días más funestos para la urbe cuando un huracán anónimo provoca el mayor de los desastres al arrasar con cientos de casas y ahogar a una imprecisa cantidad de habitantes que pudo elevarse hasta a seis mil en el estado, según las fuentes más catastrofistas.
“Se abrieron las cataratas del cielo”
Ya en 1636 el cronista Alonso de León escribe al atestiguar una tempestad: “se abrieron las cataratas del cielo”. Otras referencias al río Santa Catarina lo señalan como “el monstruo que ruge” o de “el río fiera bramaba” en un corrido en 1909.
Al igual que en anteriores y ulteriores ocasiones ha sido causa de la tragedia la ubicación errónea de caseríos en el lecho o márgenes del afluente, al confiar en que nada podía pasar en un río seco. Aún menos se podía prever el castigo del binomio ciclón-río.
En la indagación de este meteoro fue posible conocer la increíble versión del historiador, militar y geógrafo victorense Juan Manuel Torrea, quien sostiene que el ciclón entra a Tamaulipas causando 50 muertes, sacude a Nuevo León, sigue por el norte y noroeste para salir por Baja California proseguir por el Océano Pacífico cercano a la costa de Estados Unidos y llegar hasta Canadá.
Esta extraña explicación no confirmada a la fecha la escribe Torrea en su libro Apuntes para la Historia de Tampico, edición de 1942.
Cronología de la tragedia
El viernes 27 de ese agosto a la una de la tarde comenzaron a caer las primeras gotas de la tormenta, que pocos momentos después caía con verdadera furia.
“A las 2 de la tarde el río era vadeable aún para carruajes, bien que la corriente fuera ya violenta a esas horas”. A las 7:00 de la tarde, “el río fue hinchando sus aguas gradualmente hasta las primeras horas de la noche…”
Pocos habitantes prevén el desastre y abandonan sus casas huyendo a la Loma Larga para salvarse. La mayoría no sale, confiados en unos muros de contención y en que la reciente inundación del día 10 de ese mes no se repetiría.
A las 8:00 de la noche ya no era posible cruzar el puente San Luisito, llamado así porque comunicaba con la colonia del mismo nombre, ahora Independencia, habitada por la fuerza obrera migrante del estado de San Luis Potosí. La espuma de la corriente cubre las ventanillas del puente.
A las 9:00 de la noche de ese viernes 27 se inicia la verdadera destrucción. Se desploman las casas golpeadas por el ariete líquido. “Concierto de muerte en que se mezclan los ayes de dolor, las voces de auxilio, el ruido de los desplomes, el rugir de la tormenta, el bramar de un río cruelmente rabioso”, escriben los testigos autores.
Destrucción y muerte en la oscuridad
“Los ojos de los que nos hallábamos cerca de aquel caos se abrían inmensamente para adivinar más que para ver en aquella siniestra oscuridad…los cuadros de muerte” … a lo lejos se veían pequeñas luces, de las linternas de mano “subían y bajaban revelando los movimientos angustiosos de quienes las empuñaban”.
A las 9:30 de la noche el servicio eléctrico queda suspendido en la comunidad de San Luisito al caer los postes que sostenían los cables, provocando mayor angustia a los habitantes de la barriada.
Para las 10:30 el torrente del río arrastra manzanas enteras de casas “que se desplomaban hundiéndose en el abismo con millares de personas. Fue tan violenta la corriente que el río se veía avanzar, como si sobre su superficie avanzara otro torrente de fiereza inconcebible…”, relatan Sánchez y Zaragoza.
Oswaldo y Alfonso comparan la corriente del Santa Catarina de 280 mil pies cúbicos por segundo con los 220 mil de las cataratas del Niágara. “En este rápido volumen de agua arrastró la corriente a más de tres mil 500 víctimas y algo más de 14 millones de pesos”, acabando con el cuadro de la mayor parte de las calles en San Luisito.
El episodio de la Casa Verde en el centro
Calculan que la mitad del barrio desaparece y si se contaba con ocho- nueve mil habitantes, entonces la cantidad de muertos era fácilmente de cuatro mil. “Tal vez no estemos cerca del verdadero número”. Luego refieren que la villa de General Bravo desaparece por completo, lo que sumado con otras víctimas en el estado, “bien puede asegurarse que se han perdido de cinco a seis mil habitantes”.
En la esquina de las calles Diego de Montemayor y Dr. González (Barrio Antiguo) se levantaba una fuerte casa, propiedad de Victoriana Guerra, quien creyendo que la corriente no podría hacerle daño refugia a cerca de 300 personas. Las azoteas, corredores y patios se llenan de angustiados vecinos en la noche del 27 ya rodeada de agua.
Confiados en que los gruesos muros de sillar contendrían la corriente, la casa queda separada como islote, mientras que a pocos metros una multitud en la orilla de tierra firme contemplaba el inmueble en presagio de su caída, el cual poco a poco caería horodado. El torrente arrastraba cadáveres, troncos, vigas, techos.
Sánchez y Zaragoza como testigos del drama culpan en parte a los hermanos de la dueña de la casa verde, los sacerdotes Joaquín y Patricio Guerra. “Confiaban en la providencia, creían que se operaría un milagro e impedían que alguien saliera de la casa, ‘Dios nos salvará, el río no podrá nada contra nosotros’”, decían.
La casona soporta el embate y el sábado 28 por la mañana. Los muros habían caído en parte, pero el edificio en general había aguantado el golpe del agua. Los voluntarios arrojan cables a la casa para salvarlos pero los religiosos “continuaban en su idea de que el río no podría nada contra ellos”. Finalmente a las 11 horas del día 28 sucumbe la casa verde.
“Al hundirse los techos y desplomarse los muros con gran estrépito, los que estaban en las azoteas, agitaron las manos despidiéndose de los estupefactos espantados, desde la orilla veían como el monstruo devoraba a sus presas con crueldad sin igual”. Ya nada quedaba, dicen los autores.
Según publica El Espectador, de Cd. Mier, Tamaulipas reportan haber encontrado el cuerpo hinchado del sacerdote Joaquín días después del ciclón en un río local.
Otros 200 mueren en el “Valle Azul”
En la esquina de las calles Independencia y San Luisito se levantaba un gran edificio rectangular de dos plantas con paredes de sillar y techos de lámina a cuatro aguas, llamado Valle Azul, habilitado como vecindad luego de que años atrás fuese un salón de baile y centro de riñas “que se registraban entre la gente de mala nota que allí se reunía”.
Era un salón rodeado de plateas y una gran plataforma en el muro sur del edificio ocupado para la música. Aquí se desarrolla uno de los más crueles dramas el 27 y 28 de agosto, en que de 300 que se refugian poco a poco van cayendo, peleando algunos a cuchillo su espacio para salvarse.
Al final sobreviven cerca de 100, según los periodistas. Los refugiados trataban de ganar la plataforma por ser más alta que los palcos. Cada quien quería una lugar seguro así fuera a costa de la vida de los demás.
El río arrastra la pared norte de la casa, desde la orilla los testigos contemplan la agonía “de aquellos infelices”. Se distinguían a distancia los detalles de lo que adentro del Valle Azul pasaba. “Hubo hombres que a puñaladas, a golpes, se disputaban un pedazo de muro que creían firme, transcurriendo 40 horas de angustia indecible de terror infinito”, anotan.
El edificio soporta de pie la corriente, algunas partes si caen pero de los 300 refugiados , unos 100 son rescatados con cables el domingo 29 por la mañana. Ramón Tevení, tipógrafo del periódico El Espectador y uno de los sobrevivientes del Valle Azul relata a los autores del libro:
“Cuando a fuerza de apretarnos contra la pared casi asfixiábamos a los de las filas más cercanas al muro, estos, para librarse de morir, nos empujaban a su vez y entonces los que estaban más cerca del agua caían al torrente”. Eran azotados contra las paredes hasta sacarlos de la casa en medio de las sombras.
Seguiría el hambre a los sobrevivientes. Varios comerciantes regalan lo que les queda como Casimiro Guajardo. Otro, Inocencio Lozano mata una vaca fina y reparte la carne a los desvalidos, pero hubo otros que se niegan a dar crédito y también que subieron los precios.
Actos sublimes de heroísmo y sacrificio.
Se producen actos heroicos y de gran angustia: Una señora da a luz y muere en pocos minutos. Muchos sobrevivientes agradecen al inspector de Policía Ignacio Morelos Zaragoza salvar a cientos de personas. El sargento Zeferino García rescata a decenas, pero ve morir a su esposa sin poderla ayudar.
Un cable tendido por el capitán Treviño en el molino El Hércules, que sostenía con sus ayudantes, “permite salvar a muchísimas personas”. En San Luisito el salvamento estuvo a cargo de José Angel Palacios y 16 gendarmes.
Un oriental de apellido Takano, rescata “un gran número de personas” haciendo acopio de una descomunal fuerza para nadar y arrastrar a personas en peligro durante seis horas. Gran parte de los muertos son sepultados en el panteón de Guadalupe.
Otros son rescatados de las copas de los árboles en numerosos casos, como el de una señora y su hijo adolescente que son separados pero vueltos a reunir por la corriente al avistarse uno a otro en árboles distintos. Una mujer renace al enredarse su cabellera en un huizache.
Los habitantes de una manzana entera son arrastrados y perecen en la calle González Ortega y el camino que conduce a la Fundidora de Acero. Otros 45 se salvan en el comercio La Esmeralda de Benigno Villarreal en San Luisito. José Salas, recién casado rechaza la ayuda para salvarse primero con un cable y ante la falta de ayuda a su madre y esposa, decide perecer con ellas.
Miembros de la familia Brondo caen de la azotea y abrazados son tragados por el agua. Maximino Villarreal salva a otras 50 personas en las calles Guillermo Prieto y Mina. Un obrero de fundición, Refugio Miranda y su hijo logran salvar a otros 72 en la calle Matamoros.
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