Recién concluido el asentamiento escandoniano, el fraile Vicente de Santa María aporta en su Relación Histórica del Nuevo Santander su visión de las etnias tamaulipecas, en la que es transmisor de uno de los pocos testimonios indígenas acerca de la conquista española.
Por Luis Alvarado
La resistencia de los naturales del Tamaulipas antiguo hacia la conquista española se hizo durante algunos siglos en forma relativamente pacífica, predisponiéndose a la evangelización y protección religiosa y soportar el rigor de los peninsulares y criollos.
Así, pisones, simariguanes, pasitas, zapoteros, pames, comecrudos y otras debieron enfrentar el cambio de sus tradicionales vidas, transcurridas en el sedentarismo, cacería, peleas contra otras etnias, para definir mecanismos de defensa contra el ibero, tarea en la que se distinguen los janambres por ser menos débiles.
En la guerra contra otros grupos que disputaban las mismas regiones, ríos o frutos, los indios se basaban en las arengas de los viejos, de los más osados o también por las mujeres, viejas o jóvenes, quienes compelían a los demás a tomar venganzas por agravios, muertes u otros motivos.
Testigo inicial en la época colonizadora, fray Vicente de Santa María es el cronista escandoniano que en 1778-79 describe sus observaciones sobre los indígenas que habitaran las praderas, montañas, deltas de los ríos y lagunas y resto de la geografía.
Sus registros forman pieza fundamental para entender en la actualidad la cultura de los antiguos chichimecas, así llamados por los ibéricos en forma genérica “a los que deambulaban sin casa ni sustento”.
Detalla las tradiciones de lipanes y comanches norteños, sus relaciones con las mujeres y cómo sirven éstas en la vida cotidiana como curtidoras de pieles o como caballerangas que tenían que recorrer grandes distancias a pie con sus hombres montados en el equino.
Igual describe Santa María el manejo de las armas tradicionales de cuchillo, arco, flecha, pero también cómo algunas de las tribus ya manejaban armas de fuego, que pasaron de mano en mano al ser robadas a españoles, ingleses y franceses, al norte del Río Grande.
Testimonios de indias contra sus hombres
Escribe el cronista que los pleitos surgidos de competencias o juegos amistosos entre grupos no eran raros, al salir lastimados unos u otros en el juego de la chueca, “o también y es lo más corriente, porque a las indias viejas y no viejas les ocurre encender el fuego de la venganza por algunos de sus caprichos”, anota el relator en su obra (p. 122).
Describe a las mujeres que se toman el tiempo de una a tres noches para llorar a gritos, alternándose por horas, mezclando en sus ayes y gemidos las historias de sus desgracias, la muerte de los suyos o escases que padecen a casa de quienes quieren que se les haga la guerra.
Sin aclarar en qué sitio, Santamaría dice encontrar una arenga de mujeres ‘en la relación y memoria de un indio viejo’, en la que se exhorta a los hombres a la guerra contra los españoles, de lo cual se interpreta como un reclamo a su raza, por ser cobardes ante el invasor, por permitir que los soldados se acuesten con ellas cuando ‘antes ellos eran libres y comían harto’.
La traducción del cronista dice: “Mi marido y mi hijo morir; mi otro marido también, yo lo vi, tanta sangre, tanto susto tanto llorar y no poder sanar. El capitán grande (así llaman a José de Escandón), mucho bueno como el agua, regalar y querer mucho muchacho. El capitán chico y los soldados, mucho malo como espina, matando nosotros y llevando nuestro muchacho mucho lejos”.
“Los indios flojos, no pelear ni matar español”
“Las mujeres aquí llorando sola como paloma, porque no tener hombre que nos defender; yendo nosotros a acostar con soldado como sus mujeres, la ranchería quedar sola como palo y todo se acabar comiendo solo agora, durmiendo y queriendo mujer como perro; los indios flojo, los indios no pelear ni matar español”.
“¡Ay mi marido!, ¡ay mi hijo!, ¡ay mi otro marido!, cuando tener ellos tanta flecha sin matar con ella soldado, ya no hay quien matar soldado; soldado agora valiente como lobo; indio cobarde como conejo, huyendo; nosotros yendo con soldado para no llorar” (p. 123).
Esta sería una de las pocas crónicas indígenas conocidas del noreste, que aunque traducidas por el fraile acerca de un relato de mujeres por testimonio de un aborigen anciano constituye por sí una fuente de primera mano acerca de cómo veían los habitantes de ésta región a los conquistadores.
En su nota de pie de página sobre esta ‘relación’, el fraile Santa María aclara que “ni se crea por esto que me constituyo apologista del modo de explicarse estos bárbaros entre sí…Estas reflexiones me ocurrieron al tiempo de extender la relación y se me hizo duro que se me quedaran en el tintero” (p. 124).
Más gritos que pelea en combates
Más adelante, el religioso describe las tácticas de guerra entre indios, en la que participan las mujeres y niños si hay grandes distancias a recorrer o solo los varones si es cercana para que una parte de ellos se queden al cuidado de hembras y barracas.
Si deben pelear dos o tres naciones contra otras, buscan sorprenderse y se comunican con señales de humo para retrasar o adelantar llegadas. A la hora de la pelea se lanzan alaridos como si fuera una competencia de gritos en donde predomina la defensa y pocas bajas. Pero celebran más la muerte de un enemigo que lamentar la baja de 10 de los suyos.
“El choque se reduce más a gritos y deseos de destruirse que a conseguir el fin”, añade Santa María.
Generalmente cada bando se atribuye la victoria, terminando la riña cuando alguno voltea la espalda al enemigo.
Las indias celebran a su manera la victoria de su tribu, “no hayan cabriolas y ademanes con qué significar a sus maridos el pláceme de su expedición y aunque hayan quedado viudas, dejan el ceremonial de encalvecerse –arrancarse el pelo a tirones- para después de pasado el festejo de la victoria”. Primero toman tanta parte en la celebridad y luego promueven el llanto nocturno de duelo.
Bravas al requerirse
En el capítulo 22 el cronista escribe que parte de la tribu formada por mujeres no dejan de ir a la guerra, ayudando a los hombres con arcos y flechas de repuesto, guajes con agua “y todas con un algo de carne y frutas silvestres, que son las municiones de guerra y boca, haciendo ellas de vivanderas”.
Las hembras forman además un cuerpo de reserva que en caso urgente se enfrentará al enemigo; “y ha habido muchos lances en que las mujeres han hecho más estragos con mucho más tesón y
furia que los indios”. También atienden heridos aplicándoles hierbas que solo ellas saben elegir y preparar.
Janambres y pisones, muy valientes
Agrega que son éstas etnias ‘las naciones que en tiempos de su gentilidad eran dominantes y más temidas en las armas. Para invadirlas se juntaban varias de las otras y aunque en número las excedían no dejaban de recibir el daño certero de cualquiera de los otros. La vista sola de un janambre basta para intimidar a varios de otra nación, aunque sean ayudados por los españoles”.
Fray Vicente relata cómo procedente de Llera, acude a él un capitán janambre a una hacienda cercana a la villa de Escandón, al mismo tiempo que un simariguan, provocando en el segundo un terror que le lleva a atisbar y decir cuando el primero sale, -ahí está todavía janambre, muncho valiente-.
Añade el autor que pames y janambres guardan en su memoria “una batalla gloriosa que contra ellos emprendieron hasta 12 naciones confederadas de las sierras de Tamaulipas… en todas ellas salieron derrotadas, no obstante las ventajas de su número”. Dice que un solo pisón enfrentó a los enemigos, mató a cinco e hizo huir al resto.
Indica que está sobradamente reconocida la ferocidad janambre que les produce miedo a los demás tribus, ‘y esto, sin duda, tiene algún motivo de muy atrás en sus sucesos antiguos’, según el fraile.
Apaches y comanches al norte, por el Bravo
En cuanto a las etnias al norte de la provincia, cercanas a ambos lados del río Grande (Bravo), se extienden las naciones apache y ‘cumanche’, a las que califica del verdadero terror para todas las demás por su ferocidad, astucia y figura. Altos de estatura, piel blanca a roja, cubiertos por una capa piel de cíbola que la usan hasta de cama.
Los hombres se dejan crecer el pelo hasta el suelo y si es necesario cortan el cabello de las mujeres para trenzarlo, quienes usan pendientes en las narices y orejas, ‘pelonas en la mayor parte’.
“El comanche cuenta con tantas tiendas como bagajes de campaña, a su modo, cuantas son las mujeres de su uso y cada una de éstas se encarga de servir a su hombre el día que le cabe la vez” (p. 130). Ellas arman las tiendas y preparan la montura del marido, a quien acompañan a pie mientras ellos van montados en el animal.
Se acercan a los presidios españoles a permutar pieles de búfalo por caballos mansos pero seguido hacían lo que mejor sabían hacer, robar lo que necesitaban. Para el inicio de la colonización escandoniana, los comanches andaban bien armados con arco y chozo al hombro, carcaj de flechas a la cintura trasera, macana y escopeta a la mano por sobre el caballo.
Les robaban escopetas a españoles, franceses e ingleses
Estos indios de las praderas celebraban entre una mezcla de espanto y admiración cuando lograban derribar algún español con los disparos sin apoyarse en la horquetilla de apoyo al suelo, lo cual paulatinamente les va permitiendo afinar una puntería que los hizo más temidos aún.
En cuanto a la procedencia de las armas de fuego, el cronista escribe que su llegada no pudo ser anterior al descubrimiento del Nuevo Mundo “y que donde primero empezaron a hacerse de ellas fue en las colonias francesas e inglesas del continente”. También robaban a los presidios hispanos.
Añade que la torpeza en el manejo de escopeta los lleva a dejarlas para disparar en retaguardia mientras que las primeras líneas lanzan flechas, amagando más que disparando. Los apaches lipanes son más lentos para el uso del rifle, pues necesitan dos para hacerlo.
Son los comanches aún más feroces que los apaches lipanes y sobre los primeros los gigantescos indios guasas de más allá de más al norte de lo que fue la franja del nueces, donde pastaban miles de caballos mesteños o salvajes.
Pero a indios dóciles, valientes o feroces, Santa María los califica como ‘salvajes americanos, en sus provincias internas, que se han degradado hasta el último extremo y son la vergüenza de la especie humana’.
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