MIRADA DE MUJER
Luz del Carmen Parra
Mis tres alcancías
Alguna vez en la Ciudad de México, recuerdo haber asistido con mis hijos, a una función de circo, donde lo que más me impresionó fue el momento en que los trapecistas voladores quitaron la malla de protección y realizaron malabares entre ellos, con tanta agilidad y coordinación, que no se hizo esperar el aplauso.
¿Cuántas horas de entrenamiento y preparación, habrán sido necesarias, para que un trapecista volador adquiriera la agilidad, la destreza y el valor de lanzarse desde las alturas de un columpio a otro, sin tener una red protectora que lo recibiera, en caso de perder la sincronización en el movimiento?
De pronto me imaginé su primera vez, enfrentando los miedos y todas las limitaciones propias de su novatez. Seguramente la altura debía ser apenas de unos metros y por supuesto con la protección de una malla reforzada porque su caída sería inevitable. Poco a poco desafiaría el pánico a las alturas, y encontraría la fuerza en sus brazos y el equilibrio en sus piernas. El poder de su concentración y la buena coordinación en el equipo, también debió requerir de esfuerzo y entrenamiento duro. ¿En qué momento aprendería a confiar en sus compañeros y a responsabilizarse de su propia perfección sabiendo que de ella dependería el éxito de todos?
Labor importantísima sin lugar a dudas, el de su entrenador, ese que no se vió, que no dió la cara, que no se nombró, que no pudimos identificar. Todo su trabajo, espléndido, bellamente realizado. El cuidado y supervisión de los mínimos movimientos y su exacta sincronización, como resultado de la disciplina y de las intensas jornadas de entrenamiento, quedó en el anonimato, discreto, sin recibir el reconocimiento del público que emocionado aplaudió sin parar.
Ese ha sido mi papel como madre. Me he asumido como responsable del entrenamiento y capacitación de mis hijos, respetando siempre su individualidad. Nunca he intentado imponer mi voluntad o siquiera sugerirles mis sueños juveniles que se quedaron en el tintero de mi vida. Fui custodia de su inocencia y me propuse hacer todo lo necesario para estimular sus habilidades, para que descubrieran sus puntos débiles, para acompañar sus intentos por fortalecer su carácter, convirtiéndome en motivadora de su espíritu de lucha, en apoyadora de sus afanes por encontrarse a sí mismos, estimuladora en sus desafíos y aplaudidora de sus conquistas.
Los recibí limpios, sin malicia, ni malos sentimientos. Fueron como una alcancía vacía, listos para recibir día a día, minuto a minuto, lo que estuve dispuesta a depositar en ellos. De mi aprendieron a amar la vida o a sentirse desdichados; aporté ideales y valores con mi hacer cotidiano, porque más allá de mis palabras, observaron mi ejemplo, o mamaron de mis errores, condenándolos a repetir historias que nunca parecen superadas.
Sin lugar a dudas soy y me reconozco como la entrenadora de mis hijos. Fue mi responsabilidad aportarles no solo lo necesario para su subsistencia, sino también el soporte emocional para que pudieran llegar a ser personas exitosas, felices. Estoy consciente que mis hijos son el resultado de nuestra convivencia cotidiana. Si fui capaz de establecer con cada uno de ellos una relación de confianza y amor, estoy segura que eso perdurará por siempre.
A veces me duele entender que algunos de sus errores y debilidades, han sido provocados por mi falta de apoyo y orientación oportuna; por distintas causas estuve ajena y distante en el momento exacto en que me requirieron. Por eso hice mía, una frase que escuché decir en una reunión de amigos: A los hijos, se les apoya una vez, otra vez, otra vez y siempre”, reconociendo que, si algo no está bien, he contribuido en mucho a ello. Seguiré este consejo en tanto lo necesiten, como un entrenamiento de vida. Llegará el día en que, segura estoy, lo harán solos y con éxito. No tengo prisa. Estoy viviendo mi proyecto más acabado, terminando de pulir los detalles más finos, deteniéndome a ver como mi obra de arte, toma vida propia.
He disfrutado mucho verlos alzar su vuelo, cada uno en la dirección deseada buscando horizontes soñados, algunos desde su infancia. Estoy presta a recibirlos si se caen, ya no como un colchón mullido, sino como una red firme que los impulse, y añoraré tal vez sus lágrimas y sentirme necesitada, pero me llenará de orgullo y satisfacción el saber que, si ya no regresan, es porque ya pueden hacerlo solos. Los veré volar lejos, y en silencio, para mis adentros diré: Misión Cumplida.
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